Fin de semana de lluvia

Cultivar los buenos recuerdos

 

Vivir ahora para cosechar recuerdos después:

El fin de semana pasado, aprovechando que el día esta soleado y no hace mucho frio, y después de una larga semana me puse a limpiar y a ordenar un poco mi casa, que a pesar de que una vive sola, en el trajín de la semana las cosas terminar desordenadas.

Entonces abrí las ventanas, dejé que el sol entre y la verdad ese sol de la mañana, el aroma a las tostadas y en mi caso al mate, tienen ese, no sé qué. Y después de ese desayuno lleno de aromas, sonidos de los pájaros en los árboles del parque y de ver como mis mascotas corren por todos lados, recordándome que también necesitan un baño, me dispuse a comenzar con la limpieza y el orden y que mejor que comenzar con música, y ni bien comenzó a sonar Sweet Child O' Mine hice un gesto, como si estuviera tocando la guitarra y esos eternos acordes y recordé; no solo que hace mucho que no toco la guitarra sino de esa charla que tuve con mi amiga hace unas semanas sobre los recuerdos.

Hablando con ella terminamos viajando por la memoria y me compartió una frase de un libro que está leyendo de Ana Claudia Quintana ("Pra vida toda valer a pena viver") que se titula: cultivar los buenos recuerdos y dice "Los buenos recuerdos son un retrato de aquello que juntamos a lo largo de la vida. Provienen de los vínculos que creamos con las personas que amamos. Quien no tiene esas memorias, recuerdos de buenos momentos vividos con afecto e intensidad, sin medias entregas, sufrirá más al envejecer. El ahora es el momento de construir tus memorias para llenar los días en que tengas que vivir de ellas."

Mientras la leía, no pude evitar viajar a esos rincones de mi memoria que a veces duermen en silencio y si, me hizo reflexionar amiga; y no sé si es porque soy sensible – quizás demasiado – pero lo sentí en el cuerpo, me encanto. Me saco una sonrisa nostálgica. Recordé momentos con mi familia, y que la música siempre fue ese puente invisible que nos conectaba. Recuerdo los vinilos que sonaban en casa, las voces cantando sin vergüenza, y esas melodías que, todavía hoy, me abrazan como si estuviera volviendo a casa.

Me gusta la música. Vengo de familia de músicos. Mi abuelo materno fue concertista de guitarra, y junto con mi madre y mi tío tenían un conjunto folclórico hace mucho tiempo. Mi madre toca el arpa y mi tío la guitarra; cuando se disolvió el grupo familiar, él siguió tocando rock. Mi tía, aunque era muy pequeña para tocar con ellos, también aprendió guitarra, flauta y piano. Mi padre toca la guitarra y el acordeón, y yo aprendí solo, mirándolos y prestando atención. Iba a ver a mi tío en los ensayos y así terminé tocando la batería.

Crecí escuchando Pink Floyd, Led Zeppelin, Beatles, Queen… y toda la rama del heavy metal y lo gótico. Pero siempre encontraba la calma cuando escuchaba con mi abuela a Richard Clayderman. Teníamos tres discos que poníamos uno detrás del otro mientras ella cosía, tomábamos mate y charlábamos. Eso me llevó a apreciar y amar la música clásica. Entre los grandes, mi favorito siempre fue Vivaldi. Para mí, Vivaldi es el heavy metal de lo clásico.

Y sí, cuando escuchas esas melodías, te remontas. Flotas. El alma se desprende, y escuchar cada acorde, cada instrumento, es una invitación a perderte y a encontrarte. Es como si cada concierto o sonata marcara distintas situaciones de tu vida y te acompañara en cada pensamiento, sentimiento o situación. Escuchar Vivaldi Winter I, II y III es para mí como hacer un repaso de mi vida entera.

Al cerrar los ojos me pierdo entre las melodías, reconociendo cada instrumento que compone la orquesta. Y para la melancolía, nada mejor que un violonchelo. Creo que ahí, en ese espacio donde la música toca lo más profundo, es donde reside nuestra sensibilidad. También me vinieron a la memoria. Miradas, palabras, abrazos, risas… todos grabados con afecto e intensidad. No vividos a medias, sino con todo el corazón. Y aunque parte de esas personas ya no están, sigo recordando los buenos momentos que atesoraré profundamente, y que me visitan cuando me siento quebrada.

Y cómo no rememorar aquel instante de mi niñez en el que descubrí las prendas de mi tía. Recuerdo cómo las acariciaba, cómo el aroma y la textura parecían abrir un mundo nuevo, una puerta secreta hacia algo que todavía no sabía nombrar. Eran momentos pequeños, pero llenos de magia, de un descubrimiento silencioso que marcaría mi historia. Como cuando vi por primera vez las diminutas manitos de mi hija recién nacida. Era tan pequeña que cabía entera en el hueco de mi antebrazo. Recuerdo mirarla y sentir que el mundo entero se detenía, que nada existía más allá de nosotros tres. Fueron días en los que el tiempo parecía tener otro ritmo, hechos de suspiros, miradas y un amor que no conocía límites.

Vernos crecer junto a ella, acompañar sus primeros pasos, sus risas, sus lágrimas y hoy, verla adolescente, caminando a mi lado, conversando y reflexionando sobre la vida, los miedos y las pérdidas, me recuerda que el tiempo pasa, pero el lazo que nos une solo se fortalece.

Hoy entiendo que esas memorias son mi tesoro. No se compran, no se fabrican; se cultivan día a día, viviendo plenamente y dejándose tocar por la vida sin miedo. Porque llegará un tiempo en el que esos recuerdos serán el abrigo de nuestras tardes más frías.

No esperes. El momento de construirlos es ahora. Como esta amistad que nació hace casi un año. Con el pasar del tiempo será hermoso recordar como comenzó, que nos hizo coincidir en este universo y como fue el motor para un proyecto que nos hizo conoces a Elisa, nuestra guardiana de secretos.

Y si lo pienso bien; quizá lo más hermoso de todo es que todavía estoy creando nuevos recuerdos. Este, por ejemplo, al escribirte y compartirte un pedacito de mi historia, ya forma parte de ellos.

Sabrina Lorena.

 

 


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