Una mirada íntima sobre la pareja, la soledad y la feminidad que habita en mí:
Llueve y es sábado casi 8 de la mañana, y sentada en la cama en modo reflexión, escucho la lluvia con ese hipnótico sonido mientras miro por la ventana con el mate al lado, y me vino a la mente un recuerdo y una charla que tuve hace pocos días con una mujer con la que alguna vez me involucré íntimamente. Y aunque suene mal, sí, fue extramatrimonial. No me enamoré de ella, pero me gustó y me hizo bien. Me hizo sentir pleno, hombre. Y al mismo tiempo me hizo sentir culpa.
Esa
contradicción me persiguió mucho tiempo ¿cómo podés amar a alguien y a la vez
serle infiel? Lo cierto es que no la engañé por falta de amor, sino por falta
de atención. Y eso duele reconocerlo. Y no quiero justificarme. Pero muchas
veces los hombres no hablan de esto. No se animan a contar lo que sienten por
dentro porque culturalmente aprendimos que mostrar vulnerabilidad es sinónimo
de debilidad. El hombre siempre debe ser fuerte, el proveedor, el que no se
quiebra. Y entonces lloramos a escondidas. En el baño, en el auto, detrás de
los anteojos de sol, mientras cortamos el pasto o hacemos alguna otra cosa.
Yo
también quería ser visto. Ser valorado. Sentirme deseado. No solamente ser el
personal de mantenimiento de la casa, el uber de la familia, el que carga y
descarga las compras. También quería que me busquen íntimamente, que me
abracen, que me conquisten de nuevo. Porque no se trata solo de tener sexo, es
volver a hacer el amor con la persona que elegiste para compartir la vida. Lo
que con el tiempo dejamos de hacer; una salida a cenar, caminar de la mano, un
viaje solos, un gesto de romanticismo. Todo eso que un día nos unió y con los
años se fue perdiendo. Uno piensa: “ya con tantos años juntos no hace falta”.
Pero sí hace falta. Porque si no, aparece alguien que ve lo que el otro ya no
ve.
No
justifico el engaño. Pero la falta de atención en la pareja se da de los dos
lados. Yo lo digo desde el mío. Hoy sé que como pareja ya no funcionábamos.
Pero sí como equipo. Como amigos que comparten un camino y un proyecto de vida.
Quizás de eso se trate, de entender que la fidelidad no es solo cuestión de
cuerpo, sino de atención, de cuidado, de presencia. Que el verdadero engaño muchas
veces empieza mucho antes de una cama, quizás empieza cuando dejamos de mirar
al otro, de escuchar, de elegirlo cada día.
Hoy
lo pienso distinto. El amor no se sostiene solo por los años compartidos, ni
por las rutinas, ni por lo que construimos. Se sostiene en los pequeños gestos
de todos los días, en la voluntad de volver a elegirnos, aunque la vida se haya
vuelto pesada. Y cuando eso se descuida, aparecen grietas por donde entra la
soledad.
Comprendí
que las infidelidades no fueron solo traiciones hacia ella, sino también hacia
mí. Porque al buscar afuera lo que faltaba adentro, también me fallé. No supe
pedirme más honestidad, ni darme el valor de decir lo que necesitaba. Quizás la
mayor lección sea esa, no esperar que el otro nos salve, sino aprender a
reconocernos, a decir lo que sentimos y lo que nos duele. Porque el silencio
pesa más que cualquier engaño.
Mirándolo
hoy, comprendo que todo esto no solo tuvo que ver con mi relación de pareja,
sino también con mi propia identidad. Porque en esa búsqueda de atención, de
sentirme visto y deseado, había algo más profundo que yo mismo no alcanzaba a
reconocer: la necesidad de darle espacio a mi feminidad.
Las
infidelidades fueron apenas un síntoma de un vacío más grande. Creía que lo
llenaba afuera, con alguien que me hiciera sentir pleno por un rato. Pero en
realidad lo que estaba pidiendo a gritos era mi propio reconocimiento. Esa otra
parte de mí que quería mostrarse, que quería ser mirada, valorada y amada tal
como era. Esa parte femenina que se ocultaba en las sombras.
En
mi feminidad encontré lo que en el molde masculino nunca me permití:
vulnerabilidad, ternura, sensualidad, libertad. Todo aquello que como hombre
debía reprimir para no parecer débil, en mi feminidad encontraba un cauce
natural. Y entonces entendí que lo que antes buscaba en otras personas, en el
fondo lo estaba buscando en mí mismo.
Por
eso hoy puedo decir que esta dualidad no nació del engaño, sino de algo mucho
más profundo que habitaba en mí. De ese deseo de ser, de existir, de no tener
que esconder ni callar lo que sentía. Mi lado femenino fue y es mi respuesta,
mi refugio y mi libertad.
Antes
de mi vida en pareja. Cuando estaba con estos vaivenes emocionales, que fue
cuando conocí a Sabrina, a la verdadera Sabrina, me hizo sentir pleno. Con ella
podía ser fuerte y vulnerable a la vez. Fue la primera persona con la que
exploré mi lado femenino sin culpa, porque me entendía y con ella fue que
conocí el Crossdressing. Nunca quiso tener una relación formal, ni conmigo ni
con nadie, pero siempre estuvimos muy unidos en ese sentido. Creo que sus
problemas de depresión, que a veces la llevaban al hospital la alejaban de
cualquier compromiso y se alejó casi sin aviso.
La
recuerdo muchas veces, no solo porque llevo sus nombres, como especie de
homenaje, sino porque en mis momentos de bajón me veo reflejada en ella, en sus
angustias, en sus tristezas, en sus lágrimas que a veces no podía controlar.
Pero también vuelvo a traer a la memoria sus días de felicidad, nuestras largas
charlas sobre todo cuando nos volvimos a cruzar después de tantos años
alejados, en las que se fue por circunstancias familiares, especialmente
aquellas charlas en las que manifestaba su contento por la familia que yo había
formado, luego de que nos habíamos dejado de ver, sobre todo feliz por mi hija.
Lamentablemente
ella no podía tener hijos, y sé que eso le pesaba, que también era parte de sus
sombras. Y, sin embargo, a través mío, sentía algo de esa alegría que la vida
le había negado. En cierto modo, mi hija fue un puente invisible entre
nosotras, se convirtió en un motivo de felicidad para ella, y también en un
símbolo de esa continuidad que hoy me conecta con mi propia feminidad.
Porque
de Sabrina heredé la libertad de ser yo misma. De mí, ahora ex pareja, el
camino compartido que me dio una hija. Y de mi hija, la certeza de que lo que
sembramos no se pierde, sino que se transforma en vida. Y así, entre esas tres
presencias, entendí que mi feminidad no nació de una sola historia, sino de
muchas. De las luces y sombras que me atravesaron, de los amores, de las
pérdidas y de las alegrías. Y que Sabrina sigue presente en cada paso que doy.
Hoy
sé que lo que antes buscaba en otros estaba esperando dentro mío: el permiso de
ser, de sentirme plena y de disfrutar mi vida como soy. Sabrina es la forma en
que esa parte mía dejó de esconderse. Y gracias a eso, ya no vivo a medias,
sino completa.
Sabrina
Lorena.
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