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Íntima y luminosa:
Una reflexión escrita en un día suave, donde los recuerdos se hicieron presencia y la ternura prendió una vela.
Hace unos días, le escribí
un mensaje a mi querida amiga, para saber cómo se encontraba, luego de la
pérdida reciente de su familiar, la ansiedad que eso le dejó, los problemas de
organización con su presentación, y el impacto físico que le estaba generando
todo eso. Y me alegró mucho saber que estaba mejor y que todo se estaba
encaminando, porque la había sentido muy triste por la pérdida. Y quizás porque
veníamos hablando de eso, días atrás.
Mientras pensaba en ella y
recordaba y repasaba nuestras charlas, decidí prender una vela. En su honor. En
el de su tía. Como suelo hacer cuando quiero enviarle luz a alguien, como hago
también por mis seres queridos que ya no están en este plano, pero que me
acompañan siempre; Y entonces, sin darme cuenta, ella volvió a mí, mi abuela.
La recordé feliz, siempre
sentada en su máquina de coser, mientras escuchaba las grabaciones de su
marido, mi abuelo, tocando la guitarra. O esos discos de Richard Clayderman o
Tracy Chapman que llenaban de música los silencios. Nuestras largas charlas
entre mates y costuras son momentos que llevo grabados en el alma.
Ella trabajaba limpiando
casas, y a veces me llevaba con ella. Siempre pendiente, siempre atenta a mis
pasos. Aunque me mudé cuando formé mi familia a otra ciudad, y era un poco
trasmano llegar, no le importaba. Tardaba más de dos horas en colectivo, pero
venía igual. Muchas veces sin avisar. Ya sabíamos que, si un domingo amanecía
con sol y calorcito, seguro que venía. Solo había que esperar a que suene el
timbre.
Hoy, después de 14 años
desde que partió, todavía hay domingos de sol cálido en los que, sin querer,
sigo esperando ese timbre. Como si su presencia pudiera materializarse una vez
más, ahí, en la puerta. Con su bolsito, su tejido o crochet, y ese amor tan
suyo que nunca necesitó decirse y poder darle un abrazo un beso y decirle
gracias.
Cada tanto prendo una vela
en su honor. Y a veces hablo sola, como si ella estuviera ahí. O la escucho en
mi interior. No sé si era porque fui el primer nieto, o porque le recordaba a
mi abuelo, pero siempre sentí su protección, como un manto invisible que me
abrazaba. Y sí… en el fondo, creo que sabía. O sospechaba. Algo de mí. Algo que
tal vez ni yo me animaba a decir. Pero ella se lo guardó. Y me amó igual. Tal
vez incluso más por eso. La siento cerca.
A pesar de los años. A
pesar de todo. Y cuando camino por la costa, por esas playas que ella tanto
amaba, me conecto con ella. Por eso quiso que la dejáramos descansar en el mar;
porque ese era su lugar. Y ahora, también es el mío. Caminar con el viento en
la cara, con los pies en la arena, es caminar con ella. Es sentir que no se
fue. Que no se va.
Y en esos momentos, vuelvo
a prender una vela. Para que le siga llegando la luz. Para que sepa que nunca
dejó de estar conmigo.
Una vela por ella. Siempre.
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