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"La libertad no se alcanza siguiendo modelos, sino siendo fiel al alma que despierta."— Carl Jung
Anoche, después de
unos largos meses, me llegó una invitación inesperada de alguien que hacía
tiempo no me hablaba. Una persona que se había molestado conmigo porque no
estaba alineada con sus ideas, porque no compartía ciertas banderas ni repetía
consignas. Y ahí me di cuenta de que, una vez más, me encontraba frente a una
de esas situaciones donde decir lo que pienso no cae bien, donde elegir el
silencio en lugar del ruido molesta más que cualquier grito. Pero también
entendí que, a esta altura, ya no estoy para forzar pertenencias. Estoy para
expresarme como soy, no como quieren que sea.
Respeto, pero no
comparto. Esa podría ser mi forma más honesta de definir lo que me pasa con
ciertos movimientos o colectivos. Y aunque esto a veces moleste, me parece más
justo decir mi verdad que seguir el discurso de lo "correcto" por
obligación.
Hubo un tiempo en que
estas luchas tenían un fuego genuino: el derecho a ser, a existir, a no
esconderse más. Pero con los años, siento que ese impulso se fue desvirtuando,
transformándose en una especie de club de pertenencia donde si no repetís lo
que se espera, te quedás afuera. Y yo no quiero entrar en ningún molde nuevo.
Ya bastante tuve con los viejos.
Por ejemplo, no me
siento representada por el lenguaje inclusivo. No me molesta que lo usen, pero
a mí no me nace. No me gusta hablar con la “E”, ni andar aclarando todo el
tiempo “todas, todos, todes”. Lo respeto, pero no lo comparto. Y sin embargo,
una vez me exigieron usarlo en una capacitación: tenía que escribir un ensayo.
Estaba bien escrito, claro, sin errores. Pero no fue aprobado. ¿Por qué? Porque
no usé lenguaje inclusivo. La profesora me dijo que, si no lo reescribía así,
no lo aprobaría. Le discutí. No lo revirtió. Y yo no lo modifiqué. Resultado; abandoné
la capacitación. Porque me estaban pidiendo que respetara un lenguaje
inventado, pero no respetaban mi manera de expresarme. ¿Eso es inclusión?
Otra vez, una chica CD
me invitó a una marcha del orgullo. Le dije que no, que me disculpara pero que
no me sentía representada por ese colectivo. Se enojó. Me dijo que “por mi
condición” tenía que ir y apoyar. Y ahí lo entendí todo. No me estaban
invitando… me estaban exigiendo. Porque según ese criterio, no tengo derecho a
sentirme fuera. Conclusión; nunca más supe de ella.
Y lo que más me
aleja, lo que más me choca, es lo que pasa en muchas de esas marchas. Se supone
que son celebraciones de diversidad, de lucha, de visibilidad… pero muchas
veces terminan siendo escenas de provocación gratuita: personas desnudas en la
calle, simulando sexo, metiéndose cosas en el cuerpo como si eso también
formara parte del “orgullo”. ¿En serio? ¿Eso es lo que se quiere mostrar al
mundo? ¿Eso representa a todos? ¿A mí?
Hay niños en la
calle, familias, cámaras, gente con dudas que quizás podría acercarse… y lo que
ven es una caricatura. Un show. Una confusión de libertinaje con libertad. Y
entonces, lejos de generar inclusión, muchos terminan reafirmando el prejuicio.
Yo no necesito eso.
No necesito exhibirme para existir. No necesito ponerme un disfraz para saber
quién soy. Mi forma de sentir mi feminidad, de ser dual, de ser Sabrina, no se
grita en una carroza. Se vive. Se elige. Se cuida.
Y como decía mi
suegra, con ese toque de sabiduría que nunca le falló: "Cada cual hace de
su culo un pito, y se lo da al vigilante que más le guste". Yo también
hago del mío lo que quiero. Pero no necesito mostrarlo para que sea real.
Porque la libertad
verdadera empieza ahí: donde nadie te obliga a ser como no sos. Ni siquiera los
que dicen hablar en nombre de la inclusión.
Sabrina Lorena.
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