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Hoy, mientras desayunaba, me vino un recuerdo de hace algunos meses cuando estuve en la costa, en ese refugio donde me siento más auténtica y libre. Decidí regalarme un momento especial. Me vestí, maquille y me perfume. Corte unos quesos con algo más que tenía en la heladera y había prendido unos sahumerios. Abrí un vino, me serví una copa y la sostuve entre mis manos. Mis uñas, pintadas de un rojo intenso, brillaban bajo la luz tenue del atardecer. Cuando llevé la copa a mis labios, el contraste del vidrio con el color vibrante del labial dejó una huella en el borde. Fue en ese instante cuando algo me detuvo.
Mientras miraba esa imagen, mis manos cuidadas, el rojo vibrante de mis labios marcando la copa, sentí una mezcla de emociones que me desbordó. Fue una nostalgia profunda, como si estuviera reviviendo un momento que ya había vivido. Era como si mis manos me hablaran, como si esa escena no fuera nueva, sino un eco de algo que había sido mío mucho tiempo atrás.
Me escuché a mí misma susurrar "Hace tanto que no veía mis manos así, hace tanto que no vivía esta sensación." Fue un pensamiento que me surgió desde lo más profundo, una memoria que no sabía que tenía.
Ese momento no fue solo estético, no fue solo el disfrute de una copa de vino. Fue algo más, un reencuentro conmigo misma, con esa parte de mí que siempre había estado ahí, esperando ser redescubierta. Sentí orgullo, melancolía y plenitud, todo al mismo tiempo.
Mientras
la brisa fresca entraba por la ventana y la luz del atardecer jugaba con los reflejos
del vidrio, comprendí que estaba viviendo un instante eterno. Era Sabrina en su
máxima expresión, reencontrándose con sus recuerdos, con su esencia. Y, por un
momento, el mundo se detuvo para recordarme quién soy.
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