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Este
viaje que realice a la costa fue crucial en mi vida. No fue solo una
oportunidad para reconectarme con mi ser interior y explorar recuerdos
olvidados, sino también para reflexionar sobre la situación con mi pareja. La incertidumbre
que nos envuelve ha sido un peso emocional constante, y necesitaba un espacio
donde pudiera pensar claramente sobre cómo nos está afectando. Sabía que este lugar
especial, donde tantas veces he venido solo desde el año pasado, me brindaría
el sosiego necesario para encontrar respuestas, tanto a nivel personal como en
lo que respecta a nuestra relación. Este proceso ha sido largo, a veces doloroso,
pero también profundamente liberador.
Carl Jung habla de la "sombra", esa parte oculta de nuestra psique que alberga todo lo que evitamos ver o aceptar. Me pregunto si mi sombra, durante tantos años, no fue precisamente esa conexión con lo femenino que reprimí por miedo a los mandatos familiares, sociales o a lo que mis amigos pudieran pensar. Sabía que en esa oscuridad se escondían respuestas que aún no había encontrado. Como escribe Brian Weiss en su libro - Los mensajes de los Sabios – (…La arremetida contra la mente empieza cuando somos pequeños. Se nos alecciona con valores y opiniones paternas, sociales, culturales y religiosos que reprimen nuestro conocimiento innato. Si nos resistimos a esa acometida, se nos amenaza con el miedo, la culpa, el ridículo, la crítica y la humillación. También acecharnos el ostracismo, la retirada del amor o abusos físicos y emocionales…) Fue durante una de las meditaciones en este lugar que decidí enfrentarme a esa sombra y abrir la puerta a los recuerdos más profundos.
Una vez de acomodarme en este lugar tan especial para mí y la tranquilidad del entorno y donde siempre he sentido una conexión más profunda conmigo, me dediqué a meditar. Sabía que este espacio me permitiría no solo desentrañar lo que está pasando entre mi pareja y yo, sino también abrir las puertas hacia recuerdos de mi infancia que parecían estar bloqueados. Fue ahí, en medio de ese entorno sereno, donde inicié la meditación que cambiaría mi perspectiva, no solo de mi pasado, sino también de mi presente.
Me acomodé en el cómodo sillón que está en la sala, frente a un gran ventanal que da a la galería y al parque, lugar donde siempre encuentro calma. Me senté en una posición cómoda, dejando que la paz del lugar me envolviera. Cerré los ojos y comencé a concentrarme en mi respiración, inhalando el aire fresco de la costa y exhalando todo el estrés acumulado. El sonido del viento me acompañaba, como un susurro constante que calmaba mi mente y mi cuerpo. Sentía que era solo yo y ese apacible lugar, una conexión íntima entre mi interior y el entorno que me rodeaba. Respiración calmada y profunda.
Una vez que logré alcanzar ese estado de quietud interior, me enfoqué en una intención clara: quería viajar hacia el pasado, hacia los momentos más antiguos de mi vida, para comprender desde cuándo había comenzado a sentir lo que siento hoy. ¿En qué punto de mi vida empecé a conectar con lo femenino? ¿Cuándo fue que dejé de escucharlo y lo sepulté bajo capas de miedo y expectativas externas?
En
mi mente, repetí con suavidad: "Quiero recordar los momentos olvidados de
mi niñez, aquellos que han estado ocultos, esperando ser revelados".
Sentía una energía suave y cálida que se movía dentro de mí, como si la puerta
a esos recuerdos comenzara a abrirse lentamente.
No sabía si encontraría algo, porque muchas veces creemos que ciertos momentos se pierden en el olvido, que están demasiado enterrados en nuestra memoria como para salir a la superficie.
En mi mente, visualicé el paisaje que tantas veces había visto en mis sueños: un lugar rodeado de montañas, con agua cristalina que reflejaba el cielo despejado. Caminaba descalza por la orilla de esa agua serena, sintiendo la frescura bajo mis pies. Pero esta vez, algo me llamó la atención: los pies que veía no eran los míos, al menos no los que siempre había conocido. Eran femeninos, delicados, y eso me hizo sonreír internamente. Era como si, finalmente, estuviera aceptando algo que siempre había sabido en el fondo de mi ser.
Pero a medida que la meditación avanzaba, las imágenes empezaron a llegar. Primero fueron borrosas, como si intentara ver a través de una niebla densa, pero luego, poco a poco, comenzaron a cobrar forma. Fragmentos de mi niñez, esos días donde, quizás sin darme cuenta, ya sentía una conexión especial con lo femenino. Era como si en esos momentos hubiera algo que me atraía, algo que despertaba en mí una sensación distinta, aunque en aquel entonces no supiera cómo describirlo. Lo que entonces era solo una vaga intuición, ahora lo veo con claridad.
La imagen de mi tía, fue la primera en llegar. Ella había sido una figura clave en mi infancia, alguien con quien compartí momentos inolvidables, no solo tiempo, sino también espacio y experiencias que, sin saberlo, serían claves en mi despertar. Compartíamos habitación, y junto a mi abuela dormíamos los tres en una gran cama de dos plazas, en ese pequeño departamento donde vivíamos con mis padres.
Mi tía era como una hermana mayor para mí. En aquellos días, como no tenía hermanos, ella se convirtió en lo más cercano a ese lazo fraternal. Con sus nueve años más que yo. Era la menor de tres hermanos: mi madre, la mayor, y mi tío, el del medio. Con ella compartí momentos que marcaron mi infancia, que hoy entiendo como los primeros indicios de una afinidad profunda con lo femenino. Me llevaba a todas sus actividades, especialmente a sus clases de danza, y me encantaba verla bailar en puntas de pie, tan etérea y elegante. Íbamos al parque, escuchábamos música juntos—gracias a ella conocí a Pink Floyd, y desde ese momento me fascinó. También recolectábamos insectos del jardín, que ella colocaba en frascos, un detalle que nunca comprendí del todo, pero que, en su simplicidad, se convirtió en parte de nuestras memorias compartidas.
Mi tía era una mujer de una belleza serena, con su cabello negro y rizado, que aún hoy conserva, y un cuerpo tonificado por la danza y el deporte. Recuerdo su dedicación al vóley, su atención a los detalles, su disciplina con la comida. Siempre se cuidaba, siempre tan atenta a todo lo que hacía. Y en esos momentos juntos me veía a mí mismo observándola, fascinado por su elegancia y gracia, con una curiosidad inocente pero profunda.
Había algo especial en la forma en que mi tía se movía por la casa, en la manera en que seleccionaba su ropa con tanto cuidado y elegancia. Recuerdo estar sentado cerca de ella, observando con fascinación cada vez que se preparaba para salir. Los vestidos de telas suaves y delicadas, los aromas ligeros de sus perfumes que llenaban la habitación, todo formaba parte de una especie de ritual que me cautivaba.
El
tacto de las prendas femeninas, con sus texturas sutiles y su diseño pensado
para resaltar
lo mejor de quien las llevaba, me hacía sentir una atracción
inexplicable. Las sedas, los encajes, la forma en que esos materiales se movían
con ligereza, despertaban en mí una curiosidad y un deseo de pertenecer a ese
mundo. La feminidad, que hasta ese momento era un misterio, comenzó a revelarse
a través de esos pequeños detalles. Las prendas no eran solo vestimenta, eran
una extensión del alma, una expresión de belleza y delicadeza.
Ella, siempre llevaba consigo un aroma floral, suave pero inconfundible, que dejaba una estela tras de sí, y cada vez que me acercaba a ella, me sentía envuelta en ese ambiente de elegancia natural. Me cautivaba la manera en que sus movimientos parecían tener una gracia innata, una elegancia que, Sin saberlo en ese entonces, esos momentos sembraron en mí la semilla de lo que más tarde comprendería como mi conexión profunda con lo femenino, aunque en aquel entonces no supiera cómo describirlo.
Durante esa meditación, esas sensaciones volvieron a mí con una claridad sorprendente. Fue como si las puertas a mi pasado se abrieran de golpe, y me permitieran ver esos recuerdos desde una nueva perspectiva, una en la que acepto y abrazo lo que antes estaba reprimido. Me hacía sentir diferente, me hacía sentir como si yo también perteneciera, de alguna forma, a ese universo delicado y bello que ella habitaba.
A medida que continuaba la meditación, los recuerdos fluían, también emergía la sensación de culpa, de hacer algo "incorrecto". Enfrentar estas emociones durante la meditación me hizo darme cuenta de cómo, a lo largo de los años, había reprimido esa parte de mí por miedo a no ser aceptado. Pero como dice Jung: "Lo que niegas, te somete. Lo que aceptas, te transforma". Ahora, tras tantos años de ocultar esa verdad, estoy comenzando a aceptarla. Estoy trayendo a la luz lo que antes mantenía en la sombra, y con ello, estoy liberándome del juicio y la culpa.
Cuando terminé la meditación, lágrimas caían por mis mejillas. Era una mezcla de alivio, alegría y tristeza. Me sentí vulnerable pero liberada, como si al fin hubiera hecho las paces con esa parte de mi pasado. Me quedé un rato más, permitiendo que esos sentimientos fluyeran, agradeciendo la paz que este lugar me ofrecía para sumergirme tan profundamente en mí misma.
Esta meditación fue un punto de inflexión. Después de ella, los recuerdos comenzaron a fluir con mayor facilidad, como si la barrera que los mantenía ocultos se hubiera roto. En los días siguientes, pequeños detalles de mi niñez y sensaciones olvidadas emergieron con una claridad que no había experimentado antes. Me di cuenta de que esta afinidad con lo femenino no era algo nuevo o repentino, sino una parte de mí que siempre había estado ahí, esperando ser reconocida. Ya no puedo ignorarlo. Hoy elijo recordar, elijo aceptar.
Sé que este camino apenas comienza y que hay muchas más capas por
descubrir, pero ahora estoy dispuesta a enfrentar lo que venga. Cada paso que
doy me acerca más a mi verdadero ser, a esa parte femenina que siempre estuvo
allí, esperando pacientemente.
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