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“Un lugar llamado libertad”
Escuché hablar de Casa Susanna mucho antes de saber lo que significaría para mí. Fue de la mano de alguien muy especial quien me mostró, sin proponérselo, que había un lugar donde lo femenino podía expresarse sin miedo, sin juicio, sin culpa. Y aunque entonces no lo entendí del todo… esa historia quedó dentro mío. Hoy, tantos años después, ese recuerdo se transforma en homenaje. Y este texto, en parte, también es para esa persona.
Cuando leí sobre Casa Susanna por primera vez, algo me hizo pausa por dentro. Como si, sin saberlo, hubiera estado buscando ese lugar desde siempre. Un espacio donde ser, sin explicar. Donde vestirse no fuera una provocación, sino un derecho. Donde la feminidad pudiera desplegarse en libertad, sin burlas ni etiquetas, así que busqué en la historia y lo encontré y sentí que hablaba de mí. Porque de algún modo, también yo tengo mi espacio mi refugio. Un rincón donde Sabrina puede respirar, vestirse como quiere, caminar sin miedo.
Por eso elegí compartirlo acá.
Porque más allá del tiempo o el nombre, lo que une estas historias es la
necesidad —y el derecho— de ser una misma en paz.
"Casa Susanna"
Casa Susanna. Su nombre evoca algo más que un simple lugar; fue un refugio, un santuario oculto entre las montañas de Catskill, Nueva York.
Corría la década de 1950
cuando este pequeño paraíso fue creado, un lugar donde hombres, en su mayoría
heterosexuales y casados, podían escapar de las estrictas normas sociales y
sumergirse en una realidad donde podían ser su verdadero yo, aunque fuera solo
por unos días. Este rincón escondido del mundo permitió a muchos explorar una
parte de sí mismos que permanecía oculta bajo capas de expectativas y
responsabilidades.
Todo comenzó con Tito
Valenti, un hombre común, un taquígrafo de la corte de Nueva York, quien bajo
el nombre de Susanna, encontró la manera de hacer realidad su sueño. Junto a su
esposa, Marie, peluquera y creadora de pelucas, compraron una propiedad en las
montañas de Greene County, una extensión de 150 acres que inicialmente llamaron
Chevalier d’Éon, en honor a un famoso espía francés del siglo XVIII que también
era conocido por vestirse de mujer. Más tarde, el lugar adoptaría el nombre de
Casa Susanna, que con el tiempo se convertiría en un refugio secreto para
aquellos que compartían el mismo deseo de vestirse y vivir como mujeres sin
temor al juicio o la burla.
Los hombres que visitaban
Casa Susanna llegaban con un anhelo compartido. Durante la semana, vivían como
cualquier otro ciudadano respetable, muchos con familias y trabajos estables.
Pero los fines de semana, este lugar les ofrecía la oportunidad de convertirse
en lo que llamaban "la chica interior". Se despojaban de los trajes
masculinos y, en su lugar, se envolvían en delicados vestidos, se colocaban
pelucas perfectamente peinadas y adornaban sus cuerpos con joyas que reservaban
para esos momentos. Aquí, no se trataba de extravagancias, sino de encarnar una
feminidad tradicional, conservadora, el ideal de la mujer de clase media de esa
época.
Las actividades en Casa Susanna no eran nada fuera de lo común para una vida cotidiana. Jugaban a las cartas, regaban el jardín, cocinaban juntas y compartían largas conversaciones sobre la vida. En el interior de las cabañas que alquilaban por 25 dólares el fin de semana, los espejos eran testigos de sus rituales. Frente a ellos, practicaban el arte del maquillaje, aprendían a caminar con tacones y se ayudaban mutuamente a perfeccionar la imagen que tanto anhelaban proyectar. En este lugar, la liberación era palpable, un respiro de la presión constante que sentían en el mundo exterior.
Sin embargo, el sueño no podía durar para siempre. Con el tiempo, los cambios sociales y las presiones crecientes comenzaron a desvanecer la magia de Casa Susanna. Aunque el pequeño pueblo de Hunter, donde se encontraba el resort, conocía a los visitantes y los miraba con cierta curiosidad, el estigma seguía presente. Los tiempos estaban cambiando, y lo que una vez fue un secreto compartido se fue desmoronando poco a poco. En los años 70, Tito, quien ya vivía plenamente como Susanna, dejó de escribir su columna en la revista Transvestia, y el resort cerró sus puertas, dejando detrás un legado que, durante muchos años, quedó enterrado en la memoria de quienes lo vivieron.
Hoy, Casa Susanna no es solo una anécdota en la historia de los derechos de las personas transgénero y aquellos que practican el crossdressing. Es un recordatorio de lo que significa tener un espacio seguro, un lugar donde las personas pueden ser ellas mismas, lejos de las miradas críticas de la sociedad. Fue un refugio que permitió a muchos experimentar, aunque solo por unos días, lo que significa ser libre, ser visto y, sobre todo, ser auténtico.
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