Códigos anticuados:
Hay momentos en que uno siente que ya no quedan muchas ganas de abrir el corazón. No por orgullo, ni por indiferencia. Sino por cansancio. Por defensa. Por historia.
Esta semana volví a pensar en eso, en cómo duele
cuando alguien en quien confiaste te deja expuesta. Cuando una confidencia se
vuelve comentario, cuando lo íntimo se transforma en relato de terceros. Cuando
alguien repite tu verdad con una voz que no es la tuya.
La traición no siempre grita. A veces se presenta con
silencios fríos, con frases ajenas que sabes que sólo podían haber salido de
una boca; la de quien te falló. Y ahí, algo se quiebra. No sólo la relación se
quiebra, sino una parte tuya que había elegido confiar, y eso sí que duele.
Lo más jodido no es la información que circula. Es que
tu palabra, eso que guardabas como algo sagrado, haya sido puesta sobre la mesa
de otro como si no costara nada. Y en ese instante, entendes que hay personas
que no manejan los mismos códigos que vos. Que para vos la palabra tiene valor,
y para otros solo es moneda de cambio.
La madre de mi hija me dijo una frase que me quedó
resonando: “Mis códigos son anticuados.” y pensé: ojalá lo fueran para más
personas. Porque cuando se pierde la palabra, se pierde más que la confianza;
se pierde la dignidad del vínculo.
Yo lo viví tantas veces, que aprendí. Aprendí a
callar. A mirar. A no entregarme rápido. A no considerar a nadie mi mejor
amigo. Y aunque suene duro, ni siquiera confío del todo en mis padres o en mi
hermano, porque cuando una se sintió sola aun estando acompañada, desarrolla
otra forma de leer el mundo. Una forma más aguda, más silenciosa, como me dice
una conocida, más escorpiana, como leí por ahí: “Se aprende mucho estando
callado y mirando.”
Hoy solo confío de verdad en dos personas vivas: en mi
hija y en su madre. No porque sean perfectas, sino porque han estado, han
sostenido, han sabido ver más allá de mis silencios. Y porque, aún en los
enojos o distancias, nunca usaron mi verdad como cuchillo, aunque aun guarde
secretos.
Tal vez sea eso lo que más nos duele cuando alguien
nos traiciona, no solo lo que hizo, sino lo que eso nos confirma sobre el mundo
y sobre lo solos que, a veces, estamos.
Pero también hay algo que aprendí; el silencio que una
elige no es cobardía. Es respeto por uno mismo. Es un modo de cuidar lo que
queda. De no regalarle más pedazos a quien no los merece.
Porque al final de todo, el valor de una palabra no
está en lo que dice, sino en lo que guarda. Y si vos sos de las que todavía
honra lo que calla, entonces sabes que tu voz tiene peso. Y que eso no se
discute, se siente.
Comentarios
Publicar un comentario