Donde la tristeza echa raíces
Son las 03:30 de la madrugada. La casa está en silencio, y, sin embargo, dentro mío hay un ruido que no calla. La tristeza se ha vuelto huésped permanente, no de esos que visitan y se marchan, sino de los que clavan raíces en la piel.
Dicen que después de la tristeza llega la aceptación, la calma, la esperanza, bueno. Yo sigo esperando. Me descubro girando en un bucle donde cada intento de salir me devuelve al mismo lugar; hundida un poco más. Como si la tristeza tuviera la forma de un mar profundo, y yo no supiera nadar hacia la orilla.
Pero quizás —y lo pienso ahora, en esta madrugada insomne—, que la tristeza no está para vencerse, sino para abrazarse. Tal vez está porque aún hay algo que quiere mostrarme, algo que todavía no logré escuchar ni ver.
Me pregunto si en el fondo de este pozo no late también una semilla. Si este dolor y angustia que parece repetirse, en realidad no es un círculo cerrado, sino una espiral que, aunque vuelva sobre sí misma, en silencio me empuja hacia otro lugar.
No lo sé. Pero escribo. Porque a veces, cuando la tristeza se niega a soltarme, lo único que puedo hacer es hablar con ella.
Quizás mañana siga sintiendo lo mismo. Quizás me cueste levantarme y arrastrar este peso invisible. Pero en lo profundo, algo me dice que la tristeza no es eterna, que tarde o temprano se transformara. Y aunque ahora no lo vea con claridad, confío en que cada lágrima va limpiando, cada silencio va ordenando, cada noche larga me va enseñando a respirar distinto.
No hay prisa. No hay fórmulas. Solo este proceso imperfecto que un día, sin darme cuenta, me llevará a ese punto donde la tristeza deje de ser cárcel para convertirse en raíz.
Y de esa raíz, sé que brotará algo nuevo... pero no todavía.
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