Cuando el cansancio ya no entra en el cuerpo

Palabras que nos habitan

Palabras que nos acompañan toda la vida:

Disfrutando de un desayuno de fin de semana, en silencio, mientras contemplo desde la ventana que da a la galería, como los árboles van perdiendo sus hojas en este frio otoño y pienso. Pienso en algunas palabras que son como espejos, nos las cruzamos mil veces, en libros, en conversaciones, en canciones. Pero un día, sin aviso, nos tocan de verdad. Y ahí, algo dentro se detiene, como si esa palabra, tan común, hubiera estado esperando ser nombrada.

No siempre sabemos por qué. A veces es una palabra que escuchamos de chicas, en voz baja, en un momento triste. Otras veces es algo que leímos y nos atravesó sin piedad.
O simplemente, es una palabra que nunca dijimos en voz alta, pero que sentimos como si estuviera grabada bajo la piel.

Hay palabras que nos habitan. Que nos definen sin que nadie las vea.
Que dicen lo que nunca supimos cómo contar. “Soledad”, “sombra”, “refugio”, “silencio” No son solo conceptos. Son lugares. Son emociones. Son partes de una misma. No siempre son tristes. A veces, son lo único que nos sostuvo en momentos en que nadie más lo hizo.

Mientras me sebo un mate reflexiono en las palabras que alguna vez nos dolieron, nos salvaron, nos explicaron o nos pusieron frente a un espejo. Y escribo sobre las mías. Quizás vos también tengas las tuyas.

Y quién sabe… tal vez al ponerlas en palabras, dejen de pesar tanto. O quizás aprendamos a habitarlas de otra forma.

 

“Soledad”

Una palabra que suena vacía, pero que está llena de cosas que no siempre se dicen.
A veces es una elección, a veces es un refugio, y otras simplemente es. Se instala, sin pedir permiso, y nos obliga a mirarnos de frente.

Yo aprendí a caminar sola desde muy chica. A recorrer calles, a ir y volver sin que nadie preguntara dónde estuve. Aprendí a acompañarme. A sostenerme. A hablarme bajito cuando no había nadie más. Y en algún punto también aprendí a no temerle a la soledad.
Porque la soledad, cuando no asfixia, enseña.

No siempre duele. A veces trae alivio y otras veces ordena. Hasta en algunos casos cura lo que el ruido lastima. Pero también es verdad que, en algunos días, la soledad pesa, y pesa mucho, sobre todo cuando una quiere compartir algo y no hay con quién. Pesa cuando llorás y nadie lo escucha. Pesa cuando estás rodeada y aún así te sentís sola.

La soledad me hizo fuerte, sí. Pero también me volvió silenciosa. Me acostumbró a no pedir ayuda. A resolver sola. A no esperar. Y a veces me pregunto si eso también me alejó de muchas cosas.

Pero hay algo que entendí con el tiempo y es que la soledad no es un castigo. Es un espacio, y depende de cómo lo habitemos, puede ser cárcel o puede ser hogar. Yo la he sentido de las dos formas. Y estoy aprendiendo a reconocer cuándo necesito compañía y cuándo simplemente necesito volver a mí.

No sé si algún día dejará de habitarme. Pero hoy, la nombro. La reconozco.
Y eso, ya es un acto de amor propio.

 

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