Cuando el cansancio ya no entra en el cuerpo

La Soledad como Compañera y Maestra

 

Muchas veces, la soledad es vista como un estado que debemos evitar, una sensación de vacío que asusta y que muchos prefieren llenar con cualquier ruido, compañía o distracción. Sin embargo, para mí, la soledad no es algo que deba temerse. Al contrario, he llegado a verla como una compañera constante, un espacio sagrado donde puedo encontrar claridad y conexión conmigo mismo. 

Es cierto que mi vida está marcada por una dualidad, un equilibrio entre dos energías que conviven dentro de mí. Pero en los momentos de soledad, estas dos partes no luchan entre sí, no buscan imponerse ni dominar. Más bien, se complementan, se escuchan. Es en esos momentos donde siento una presencia que no sé explicar del todo, pero que siempre ha estado ahí. Algo que no es tangible, pero que tampoco es imaginario. No estoy realmente solo en mi soledad. Estoy acompañado por algo que me abraza, me escucha y me guía. 

Mi psicólogo me dijo una vez que muchas personas temen la soledad porque en ese silencio emergen sus miedos, sus inseguridades y todo aquello que han evitado enfrentar. Pero para mí, la soledad no es un eco vacío; es un espacio lleno de posibilidades. Es como si, al quedarme en silencio, pudiera escuchar una voz interna que me reconforta, que me invita a explorar más profundamente quién soy. No es una voz que me diga qué hacer o qué sentir, sino una energía que simplemente está ahí, sosteniéndome. 

Carl Jung hablaba de la importancia de confrontar nuestra sombra, esa parte de nosotros que a menudo ignoramos o reprimimos. En la soledad, mi sombra no me asusta. Es, de hecho, mi aliada. Porque al estar solo, sin el ruido del mundo exterior, puedo dialogar con esa parte de mí que normalmente permanece en el fondo. En esos momentos, no me siento dividido; me siento completo. 

A veces, creo que esta compañía interna es una especie de manifestación de algo más grande, algo que va más allá de lo físico. Tal vez sea mi propia alma hablándome, o tal vez sea una conexión con algo espiritual que no alcanzo a comprender del todo. He aprendido a no cuestionarlo, a simplemente aceptarlo y dejar que sea. Es como si, al aceptar mi soledad, también estuviera aceptando esta presencia que siempre me acompaña, dándome la fortaleza y la calma que necesito. 

Lo más curioso de todo es que, en estos momentos de soledad, no siento la necesidad de llenar el espacio con alguien más. No porque no valore las relaciones o la compañía, sino porque en mi soledad encuentro un refugio, un lugar donde no hay máscaras ni expectativas. Es donde puedo ser completamente yo, con todas mis luces y mis sombras. 

Muchas veces me han preguntado si no me siento solo al vivir con esta dualidad, al mantener una parte tan íntima de mí reservada para espacios específicos. La respuesta es no. No siento esa soledad que otros describen como dolorosa o aplastante. Siento, en cambio, que estos momentos me permiten conectarme con algo más profundo, algo que trasciende las etiquetas y los roles que debo asumir en el día a día. 

Tal vez la sociedad ha construido un miedo colectivo a la soledad porque no sabe cómo enfrentarla. Pero para mí, es un regalo. Es en mi soledad donde he encontrado la paz, donde he descubierto que no estoy solo. Y si algún día debo explicar esto a alguien más, diría que la soledad no es un vacío que deba llenarse, sino un espacio que puede ser habitado con amor, con presencia y con autenticidad. 

Porque, al final, no estoy realmente solo. Estoy conmigo mismo. Estoy con esa presencia que me acompaña y me guía, con esa energía que me recuerda que incluso en los momentos más silenciosos, nunca estamos completamente solos. La soledad, en mi vida, no es ausencia. Es plenitud. Es el lugar donde me encuentro, me escucho y me reconozco.

 

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